El grito de un chiquillo

Nunca he tenido la oportunidad de callar a un mocoso. Y no me refiero a cualquier tipo de mocoso, sino a los que verdaderamente se les sale la vida en secreciones verdosas mientras lloran mares de lágrimas y gritan como si fuera lo único que supieran hacer. (Muchos de estos es realmente lo único que saben hacer, pero no me refiero a ellos.)

Pues bien, de lo único que estoy seguro es de que a pesar de que en algún momento yo fui uno de esos mocosos, nunca tuve la oportunidad de callarme (valga la redundancia) a mi mismo. No fue sino hasta la primaria cuando alguien me explicó que para cada acción hay un lugar especial, pero para entonces yo ya había dejado de ser un mocoso gritón.

Gracias a Dios hay gente que no como yo, tiene el poder de callar a los mocosos aunque no sean de ellos: como por ejemplo el padrecito de la iglesia que suplica no a Dios sino a los cristianos que llevan a sus adoradas criaturas, que se retiren un momento, que se les perdona el pecado, que si ya se cansó el niño, imaginen a los demás.

El grito de un chiquillo no es algo tan original. Me gusta creer que comienza desde los propios gemidos de sus progenitores. Gemidos de placer en el encuentro amoroso, gemidos de (algunas de las veces) dolor al enterarse de que alguien más gemirá en el mundo, gemidos en el vientre de la madre difícilmente audibles pero al fin y al cabo gemidos y más gemidos que pronto se convertirán en el primer grito del recién nacido que ahora respira como poseído por su propia cuenta, para después seguir gritando.

Y de ahí en adelante los gritos de un chiquillo que tanto conocemos, queremos, odiamos, esquivamos. Hablo de los no tan originales gritos que a pesar de ser tan comunes, tienen esa magia de sorprender. Sorprenden a la madre funcionando como un gran electroimán, son los gritos de un chiquillo envidia de tenores y amenaza inminente para sopranos. Y es que por lo menos a mí me dejan con la boca abierta y no precisamente para gritar, sino para explicarme cómo esos pulmoncitos pueden emitir tales alaridos, en los que algunas veces hasta se le quitan a uno las ganas de callarlos.


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