En dicha ciudad

En dicha ciudad, o lo que quedaba de ella, existía una enorme, es decir, ¡gigantesca! alberca!.

Cada cierto periodo, sus habitantes, cuyas ropas se encontraban ya desgastadas, a grado tal que la mitad del cuerpo apenas llevaban cubierto, entraban a ella.

Pero no era una alberca normal, claro que no, pues nunca, pero nunca se llenaba de agua, y para eso servía. Sus gruesísimas paredes servían para soportar la presión de la otra alberca: la ciudad entera.

No pasaron ni cinco minutos cuando al llegar como visitantes, nos obligaron a entrar en aquel recipiente de todo lo viviente.

Tres metros de altura y ni una escalera para poder bajar. Pero no importaba, ya había dentro de ella no menos de un millar de habitantes, los cuales, eran de tan diversos que casi podría decirse que cada uno representaba a una especie.

Yo no podría decir que eran humanos, pero ciertamente no eran animales. Aquella ciudad devastaba por la guerra, había sobrevivido con sus mejores representantes. Los más fuertes en cuanto a su físico murieron y los más inteligentes también. Aquellos habitantes eran de alguna manera los más inteligentes pero al mismo tiempo los de mejor físico.

El tiempo les había enseñado a sobrevivir, para lo cual, cada uno llevaba un arma. Todas ellas en su mayoría eran cuchillos, pues no había de las llamadas armas de fuego. Simplemente las detestaban.

El mar con que se llenaba la alberca era la misma gente y afuera, la ciudad desolada, se caía a pedazos bajo un cielo gris oscuro, con tintes rojizos. Esperaba el atardecer y el poco sol se ocultaba mientras el juego de pelota se comenzaba a celebrar.

Como por arte de magia, los tambores comenzaron a retumbar y cada quien se fue a su lado con su equipo. El objetivo era simple. Llevar la gran pelota de caucho retorcido al otro lado golpeando la pared del equipo contrario.

La pelota era tan grande que si se descocía, podrían caber unos ocho habitantes cómodamente dentro de ella.

Al encenderse el cielo de rojo, la ciudad se empezó a llenar de agua, como si un ser supremo hubiese abierto el grifo que la mantuviera seca.

No había edificios en la ciudad, sino casas devastadas que en cuestión de segundos quedaron, al parecer no por vez primera, sepultadas bajo toneladas de líquido. Dejando su nivel, justo al borde de la alberca, sin entrar una sola gota a ella.

A pesar de la devastación, el juego de pelota los entretenía y los hacía olvidar su condición. Reinando una especie de calma, ya que no por portar armas, se atacaban entre si.

Los más ancianos y los músicos eran los únicos a quienes se les permitía estar al borde de la alberca.

Los primeros para fungir como jueces, y en el caso de que alguna situación tuviese que aclararse, cada uno portaba una especie de bolsa gigante atada a un palo, el cual se encontraba recargado sobre un tubo con el que se hacia palanca y se capturaba el balón.

Los músicos tocaban conforme al ritmo del partido, con grandes tambores marcaban el paso y los trompetistas le dibujaban al viento su mejor sinfonía.

Hasta que, como iba diciendo, un habitante, chaparro, más mugroso que los demás, jorobado y con su cabello largo, rastudo, me acercó al pecho un cuchillo afilado, con la intención de que dejara pasar la pelota.

No lo hice y por la impresión y el sentido de sobre-vivencia que hacía poco había adquirido, lo tomé del brazo y le encajé su propia arma.

Al instante la multitud se calló.

De todo el desorden auditivo, no quedaron sino murmullos que se fueron incrementando hasta que estallaron en gritos y todo mundo comenzó a pelear. Los del lado contrario por defender al asesinado, que resultó ser en realidad una asesinada y los míos por querer ganar el juego.

La vida de un habitante no era lo que importaba, pues era una ciudad acostumbrada a las guerras. Lo que importaba era el honor de ganar. Así que si antes era un hervidero de gente, ahora todo aquello se había ya convertido en una ardiente caldera…


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